SOY
MALABARISTA
Es amigo, primo, hijo, tío, jefe y empleado, pero sobre todo eso, Juan Felipe Santamaría es malabarista, dedicado a celebrar la vida con lo que trasciende al lanzar objetos al aire.
Simon Trejos Sánchez
Simon Trejos Sánchez
“A ver, Juan Felipe. Cuéntenos por qué no maduró y por qué no eligió una carrera de tango.”
Eso pregunta la presentadora de La Ventana, un teatro de Chapinero que se enfoca especialmente hacia las artes circenses. Es la noche del 19 de abril, y en el teatro se está celebrando el día mundial del circo. Juan Felipe, mejor conocido como Santa por su apellido Santamaría, vino a presentar una de sus producciones insignia, que lleva retroalimentando por años: el Experimento 2112. Su experimento duró 40 minutos, en los que asombró a la audiencia con malabares, momentos de comedia y monólogos con una profunda introspección que los espectadores no esperaban ver al venir para lo que parecía ser un acto de circo convencional.
— ¿Cuál es el lugar en donde más se le han caído las bolas?— Continúa la presentadora con sus preguntas.
—Muy buena pregunta,— responde Santa— se me olvidó decir que no lo llamo espectáculo, sino lo llamo experimento, porque se trata más de errores que de aciertos. Yo he fracasado a todo lado donde he ido. Llevo una racha de fracasos ininterrumpidos bastante importantes.—
—¡Qué lindo!—
—He podido fracasar en escenarios muy, muy importantes.—
—O sea, ¿para ti el fracaso es que se te caigan las bolas?—
—Totalmente.—
Santa conoció el malabarismo como la mayoría de nosotros: a partir del circo de la gran carpa roja y blanca, y los dibujos animados; los payasos y el gran espectáculo. “Tengo un recuerdo que siempre me gusta nombrar. Y es que mi abuelo y mi hermano podían hacer malabares con tres naranjas. Porque mi abuelo le había enseñado a mi hermano. Pero yo nunca había podido. Nunca lo logré entender”. Luego, trabajando de cocinero en el Hotel de la Ópera se animó a volver a intentar. Consiguió tres pelotas, y volvió a fracasar. “Y el cocinero me dijo, mira, eso es así. “Todas al centro. Todas al centro. Todas al centro. E hice así. Y yo, wow. Todas al centro. Y desde ahí han pasado 24, 25 años de estar dándole todas al centro”.
Perduró más el malabarismo que la culinaria como profesión, aunque igual sabe preparar unos pancakes de banano y un café propios de alguien que tuvo que haber estudiado el tema. Después de un tiempo de lanzarlas todas al centro, vio en el malabarismo la posibilidad de ganarse la vida. “Además era una época donde los malabaristas éramos millonarios. Cuando yo llegué a Argentina en el 2000, la conversión era un peso, un dólar. Le dábamos al semáforo dos horas. Decíamos ‘yo ya me voy,’ con doscientos dólares. Más o menos uno levantaba siete pesos por pasada de semáforo. Pero yo tengo el récord de hacerme cuatrocientos pesos en el año 2000, principios de 2001”.
Santa ya malabareaba al momento de irse a Argentina a estudiar circo en una escuela. Para entonces, quienes verdaderamente sabían de malabarismo en Colombia eran pocos, y aún peor, se guardaban sus técnicas mejor que Houdini. Hay una leyenda del primer malabarista de cinco pelotas de Bogotá. Lo hacía en el Chorro de Quevedo, llenando su gorra con las personas que iban pasando. Pero si veía a alguien llegar con juguetes de malabares, dejaba de jugar con sus cinco pelotas, no fuera a ser que ese otro malabarista analizara su técnica y le robara su acto. “Era una técnica oculta: yo hacía lo que usted no hace y no quiero enseñarle mi truco ni le voy a enseñar”. Para aprender a malabarear en forma, la única opción era irse a otro país, al norte o al sur, donde el circo era una disciplina real a los ojos de la sociedad. Y llegando a Argentina, Santa tenía una desventaja de generaciones de práctica.
— La primera vez que yo vi a un malabarista, le dije ¿cuánto llevas? Y me dijo, “llevo 30 años haciendo malabares”. Yo ahora llevo 25, ni siquiera llego a 30. Y ahí era como... “yo llevo 3”. Me dijo que realmente él no iba mucho a convenciones, que en las convenciones sólo habían malabaristas que estaban empezando.
Que para que un proceso de malabares tuviera algo importante, primero tenían que haber pasado 5 años que era donde uno empezaba a entender. Que luego que pasaran los 10 ya algo sabría. Y que después de 20 años, que ahí ya iba a entender el malabar. Fue como una tarea de decir “pucha, o sea, tengo que estar 20 años en esto”. Y me acuerdo mucho cuando cumplí 20 años porque dije “sí, realmente tenía razón”.
"Para que un proceso de malabares tuviera algo importante, primero tenían que haber pasado 5 años..."
Fracasar, como el malabarismo, lo ha acompañado a todas partes en estos 25 años. “De todos los malabaristas que yo conozco, estoy seguro que he sido el menos aventajado, pero lo que sí he tenido es que he sido el más constante. Y he tenido muy buenos maestros que han visto mi facilidad para querer y no para aprender, que han dicho ‘venga, usted tiene muchas ganas, no tiene talento, pero ganas’”. Llegó a ensayar 16 horas diarias, dejando las otras 8 para comer (opcionalmente) y dormir. “En esa búsqueda hubo muchas cosas que me tocó transformar, me di cuenta que faltaba trabajar un poco más en ser mejor ser humano. Realmente nunca quise encargarme de esa tarea, le hacía el quite, le hacía el quite, pero fue más mi deseo de lograr hacer los malabares, que dije, bueno, pues tocó”, no sin antes recibir una señal del universo para hacerlo. En medio de conocer a sus ídolos y estar rodeado por los mejores, dos hernias y una displasia por la intensidad con la que entrenaba y la mala técnica lo obligaron a quedarse siete meses acostado y otro año y medio solo para recuperar el nivel al que había llegado.
— Cada día decía, “no me importa lo que me tenga que hacer, yo me voy a parar de esta cama y voy a volver a malabarear”. Pasé por médicos y médicos que me decían,”no, le toca cambiar de trabajo”. Y yo, “¿qué, vuelvo a ser cocinero? No puedo”. Una rabia me daba.
Fue un trabajo muy físico, espiritual, y el interés mío no era el resto, yo solo pensaba en hacer malabares. Entonces comencé a decir, pucha, realmente soy yo, es mi forma de ser la que me llevó a esto. Ese tiempo me hizo estar conmigo mismo, no me podía parar entonces ya no podía escapar más de mí. Y cuando me encontré conmigo mismo, me dije a mí mismo, “puta, eres insoportable, no te aguantas ni tú mismo. Debes hacer el trabajo primero de encontrarte contigo”.
Esa figura de observación, como Santa rescata del budismo se hizo presente en su persona para él mismo, pero también para la persona que le mostraba al resto del mundo. Montar un acto es ponerse una máscara y una persona encima de la propia, y esa resultó siendo igual de insoportable.
Un día le dije a una persona “pero ríase, aplauda, no sé qué, se está tirando el show”. Era un chiste, pero después me dijo:
Ay, qué pena con usted. Yo le dañé el show. Es que yo soy muy nervioso y muy penoso. Yo quiero aplaudir y reírme. Pero yo no soy capaz. Pero me encantó el show. Muchísimas gracias. Fue muy bueno. Lo disfruté.
“Entonces me di cuenta: realmente las emociones no solo son la risa. No solo son el aplauso. Mucha gente puede estar ‘bravo, bravo’, y usted feliz porque le están aplaudiendo. Y la persona lo que quiere es irse”.
​
Nos contrataban de muchas empresas. Una vez entro una empresa y un tipo me mira con odio, los ojos reventados en sangre y me dice “¡usted! ¡usted! ¡Por su culpa llevan un año diciéndome no sé qué!” Le puse un apodo en el show y lo tuvieron todo el año de parche. Comencé a darme cuenta: de 50 espectadores hay 49 riéndose y hay una persona pasándola terriblemente mal, y no solo en ese momento. Un día tengo una catarsis con esos shows típicos, muy típicos, molestando al calvo, molestando al mal peinado, buscando sólo la risa a cualquier costo de pronto… boom. Catarsis total. Emancipación con luz blanca que baja del cielo que me dice “¿no te da pena? ¿Qué hago acá? ¿Cómo me atrevo a tanto? ¿Me contratas para que venga y te maltrate en tu fiesta?
El acto de Santa fue salvado por los malabares. “Después ya la risa no me importó. Ya el aplauso dejó de importarme. Me importaba transmitir, ser sincero en mi transmisión. Cada quien disfruta de una forma o expresa el disfrute de una forma distinta.” Su acto se convirtió más en una celebración de la vida como malabarista, y menos una mendicidad de risas y aplausos. “Ahora, vivo la vida como malabarista, y es que todo lo que hago lo pienso y lo vivo como malabarismo. Hoy en día cocino y estoy haciendo malabarismo, camino, y estoy haciendo malabarismo”.
Así nació el experimento 2112. Como dice Santa, no es un montaje, sino un experimento. No tiene un personaje construído, sino que es una autobiografía que se va escribiendo en vivo. “Para todo, antes de cualquier cosa, me montaba en un personaje. Si me doy cuenta, realmente yo siempre estoy actuando. Y nunca soy yo. Muy difícil que yo me muestre. Muy poca gente realmente me conoce”. Aquí, “todo tiene que ver conmigo: ‘actúa con amor, transmítele al público algo’”. Y desafía todas las reglas implícitas de la puesta en escena.
En medio de desnudarse el alma y el cuerpo, Santa también desnuda su técnica. Un eje del experimento es el truco que nunca le sale. Como malabarista, es un pecado mortal mostrar el truco que nunca te sale frente a una audiencia. La regla era que el circo pide triunfos y no fracasos.
Take a Look
En medio de desnudarse el alma y el cuerpo, Santa también desnuda su técnica. Un eje del experimento es el truco que nunca le sale. Como malabarista, es un pecado mortal mostrar el truco que nunca te sale frente a una audiencia. La regla era que el circo pide triunfos y no fracasos.
Hoy en día el teatro como la impro es mostrar: mostrar los hilos invisibles, mostrar el motor que mueve todo, mostrar esa frustración, mostrar la dificultad, y comencé a hacer el truco que nunca me sale. Tenía que ver mucho conmigo, soy yo el que no me sale. Y coge mucha más fuerza cuando le digo a la gente, “vamos, apoyen, si se puede,” y la gente “¡si se puede, si se puede!” Y lo intento hacer, y les digo “no, no se puede, no es tan fácil”: No solo es decir “si, yo puedo, yo puedo”, no, realmente esto es trabaje, hágale, todos los días, todos los días, todos los días, siga.
Eso hace un malabarista. Se dedica a fracasar, fracasa en todos lados. Tiene fracasos importantes, en escenarios importantes. De vez en cuando tiene aciertos, pero en general, son fracasos. Y tiene aprendizajes a partir de esos fracasos. Por encima de ser atleta, o ser artista, o ser impresionante, es ser fracasado y aceptar serlo. “Me ha dado paciencia, tolerancia, control de la frustración, me ha enseñado de mi cuerpo; cuál es mi tamaño, mi forma, qué partes no me sirven, qué es lo que no me sirve hacer. Me enseñó que en la vida hay cosas que simplemente no son para ti. Esa persona no es para ti, ese trabajo no es para ti, hay que aceptarlo y mirar dónde si hay algo para uno, así es cómo mi vida se volvió todo el tiempo malabarista. Yo digo que el malabarismo me lo ha dado todo, y aunque lo he negado, él nunca me ha fallado, yo le pregunto y siempre me responde”.